Como todas las mañanas, el sol ilumino el
cielo con una suave luz gris plata, oculto tras la niebla que subía por los
faldeos de la cordillera, trayendo aromas de mar y ocultando las playas que se
recostaban sobre lo que, años después, se conocería con el nombre de océano
Pacifico.
Algunos hombres, semidesnudos, recorrían
las playas, mariscando mientras intercambiaban palabras.
Su piel dorada y porte ágil indicaba a las
claras que eran guerreros de las tribus invasoras provenientes, según se decía,
del otro lado de las cordilleras, de los salvajes piases selváticos que se sabe
hay por allí. Habían llegado sirviendo a los Incas cuando estos bajaron de las
montañas para someter a los pueblos del bajo y se habían quedado, con orden del
Inca, para sofocar cualquier intento de rebelión.
De esto habían pasado varios años ya,
varios años de tener que trabajar para pagar los tributos impuestos, de llorar
a los guerreros muertos en batalla, a las mujeres violadas y asesinadas, sin
poder moverse del lugar en que estaban sin una autorización del Inca,
autorización que nunca llegaba; de vivir prácticamente esclavos anhelando una
sola cosa, expulsar al invasor.
Así habían sido los últimos años y así
parecía que seguiría siendo siempre….sin embargo algo había cambiado
últimamente, por alguna razón que no entendían, los hombres que recorrían las
playas ya no lo hacían tan tranquilos y orgullosos como antes, ahora andaban
como alertas, como si esperaran la llegada de algún enemigo que los pudiera
atacar en cualquier momento. ¿Pero quién podría ser?. Ellos seguro que no, los
pocos jóvenes que se habían salvado de las matanzas de la conquista no
alcanzaban para hacer frente a los invasores y los que habían nacido después
aun no estaban en condiciones de ir a la guerra…..sin embargo algo había, se
respiraba en el aire.
¿Sería verdad que el Inca había muerto?
¿Qué el imperio no tenia emperador y que dos hermanos estaban en guerra por la
posesión del mundo?. No había forma de saberlo, Cuzco estaba muy lejos, y
aunque no lo estuviera, aunque estuviera a la vuelta del cerro que se veía al
final de la playa, ellos tampoco lo podrían saber, si no se los contaban,
porque no podían abandonar su aldea sin permiso.
Sea como sea, algo pasaba, se notaba en el
aire, en el andar intranquilo de los hombres que caminaban por la playa,
atentos, conversando en voz baja, rompiendo apenas el silencio ese que era
vida, mientras durara, y que dejo de serlo cuando la primera flecha, con un
suave silbido, rasgo el aire y la garganta de uno de los caminantes.
Una vez roto, como si estuviera ofendido,
el silencio desapareció completamente. Ruidos, golpes y gritos de guerra
inundaron la playa hasta casi acallar el mar que, impertérrito, completamente
ajeno a las cosas de los hombres, continuaba en su eterna tarea de lamer el
continente.
Fueron pocos minutos de fragor, luego el
silencio volvió mientras el mar se teñía de rojo con la sangre de los caídos.
Los vencedores no eran los mismos que caminaban por la playa cuando el sol
salió. Su piel era más cobriza, si esto era posible, pero su contextura no era ágil,
como los otros, si no pesada, de cuerpos fuertes, acostumbrados a los rigores
de los climas de altura, sin lugar a dudas eran hombres de las montañas, ellos
ya los conocían, tenían noticias de ellos porque antaño habían comerciado con
ellos, cambiando pescados frescos, por lana.
Pero no se hacían ilusiones, si bien no
eran el mismo tipo de hombres, estos no eran comerciantes eran soldados y como
tales se portaban. Cambiarían de collar, pero seguirían siendo perros. Y así
fue, los recién llegados, vaya uno a saber por qué razón, asumieron que, puesto
que sus enemigos tenían base en el lugar, la gente del lugar también eran
enemigos, y como tales los trataron.
En vano fue recibirles a la entrada de la
villa con los brazos abiertos, expresando sumisión al verdadero Inca. Los
guerreros exigían tributo y el tributo era lo poco que les quedaba, algo de
maíz, unos pescados, sus mujeres y su sangre.
El tiempo siguió pasando, los soles se
ocultaron repetidas veces tras el horizonte marino tiñendo de gualda las tardes
y todo siguió más o menos igual, pero más pobres y sufridos, con menos maíz,
menos pescado y más cuentas por saldar, pero sin poder decir nada, sin animarse
a decir nada.
Sin embargo seguía habiendo algo en el
aire, como esa sensación extraña que aparece en el Alma en los raros días que
el cielo llora sus gotas de lluvia. Era cuestión de esperar y tener paciencia,
la cosa cambiaria de nuevo, porque por más que el Inca amara su imperio
inmutable, con las cosas firmemente atadas, cada una en su lugar, todo,
absolutamente todo, alguna vez cambiaba…y volvía a cambiar y volvería a
hacerlo….
Sumido en estos pensamientos, con la vista
perdida en el horizonte del atardecer, mirando sin ver, no vio las blancas
velas que se recortaban contra el sol y todo siguió igual en su mundo…por lo
menos por un tiempo más.
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