El presente relato marca el inicio de una nueva aventura de Albóndiga triste, aunque ella aun lo ignora
El artesano, un viejo artrópodo, se maldecía mientras trabajaba en su obra.
- Carbono, puro, de muy buena calidad, pero ¡Solo carbón! – se decía mientras con uno de sus apéndices centrales y un delicado pincel, digno de más valiosos materiales, juntaba las diminutas virutas del desbaste.
Normalmente ese desecho podía representar una paga extra.
Eventualmente el cliente reclamaba los restos del material usado en la joya. En esos casos, con mucha precisión y sobrado arte, juntaba en un recipiente algo de esto y un poco de aquello, mientras parte del material original se perdía en la “hendidura especial” que tenía en su mesa de trabajo.
Esto reducía las “ganancias” pero dejaba contento al cliente, lo que le daba la fama de que disfrutaba.
Pero no era este el caso.
- ¿Quién me habrá mandado a aceptar este trabajo? – se quejaba olvidando que si había un culpable era él, y su codicia.
- ¡Cómo me engaño el bastardo! – maldijo recordando el día de la semana pasada en la que el cliente había llegado hasta él.
Se encontraba en el bar disfrutando su néctar de flores, (locales, porque no era cuestión de dilapidar las ganancias en placeres exóticos) cuando el sujeto apareció frente a él.
Sin pedir permiso si quiera, se sentó a la mesa y lo observó durante unos segundos.
Él no necesito mucho para calibrar al recién llegado, humano (esto no le agradó), ropas de calidad, manos cuidadas, joyas y perfume… perfume que le llevo algunos segundos identificar. Un sibarita como él con un amplio conocimiento en la materia a veces tenía que hacer un esfuerzo para catalogar correctamente algo.
Cuando lo logró, el corazón, o lo que cumpliera esa función, le dio un vuelco. El extraño solo podía ser un “noble” de la casa real. Por más que tratara de disimularlo, ese perfume solo se obtenía en palacio.
La conversación que siguió no fue muy larga, obviamente al humano le desagradaba tanto estar frente a él como a él tenerlo sentado a su mesa.
Luego que el extranjero se convenciera que estaba frente a quien buscaba sacó de entre sus ropas una cartera, de la cual extrajo un plano tridimensional del objeto que quería reproducir.
Calibró lo que se le pedía, y a quien lo hacía. Esta gente tenía sobrados medios para hacer cualquier cosa que quisiera, pero una pieza como esa requeriría una programación especial para ser maquinada y los profesionales capacitados en la materia estaban rigurosamente controlados. De esto dedujo que lo que se le pedía no era del todo legal… Eso jamás le había importado. ¿Quién era él para rechazar un trabajo?
Calculó el tiempo y el esfuerzo que le demandaría el trabajo, por las dudas le agrego un 10% y le comunico la tarifa al hombre, que la aceptó sin pestañear siquiera…cuando lo normal era que regatearan.
Eso solo ya le hizo arrepentirse, pero palabra dada y aceptada era un trato y su reputación dependía de eso.
Fue al día siguiente, cuando un cadete le trajo el material sobre el que debía hacer la obra, que su decepción llegó al punto en que puso a prueba su profesionalismo.
Y ahí estaba ahora, frente a ese pedazo de “carbón” terminando una de sus mejoras obras de cincelado sin ninguna ganancia extra.
- ¡Qué estropicio! – se dijo al fin.
Semejante belleza no iba a durar mucho, la innoble calidad del material haría que pronto se degradara y arruinara.
Si tanto les interesaba tener una pieza carbono en vez de una estructura amorfa podían haber elegido una cristalina. Más resistente y duradera.
- Sí, esto hubiese quedado mucho mejor sobre un diamante – murmuró mientras aun contemplaba su obra, sin advertir que el humano ya estaba parado allí, frente a él.
- Aquí esta su encargo – le dijo, ofreciéndole la pieza terminada, para que la aprobara.
Con cuidados movimientos el hombre apartó su capa y sacó, de entre sus ropas, un pequeño analizador. Colocó la piedra tallada en él, esperó unos segundos, hasta que la máquina aprobó la copia y la aceptó.
Sin decir palabra sacó un grueso fajo de billetes que el artrópodo aceptó a regañadientes.
- Verá caballero, ha habido ciertos inconvenientes que han incrementado mis costos…– ensayó un comienzo de regateo, que obviamente no agradó al cliente.
La expresión del mismo le hizo arrepentirse de la jugada, sin duda era alguien acostumbrado al mando ciego que no concebía si quiera la idea de que alguien lo cuestionara.
- Pero, tratándose de su excelencia los asumirá la casa…– aflojó el insecto, mientras guardaba la paga en un cajón. Por lo menos era en efectivo y podía no declararla al fisco…algo era algo.
Manteniendo el silencio de toda la visita el hombre colocó la talla en una caja de cartón común y corriente, muy apropiada al escaso valor de la misma, que no tenía nada que ver con el precio pagado, y se retiró del local del orfebre.
De paso por el astropuerto la dejó en una gaveta predeterminada y radió un mensaje. Luego subió a su nave y desapareció de escena.
Mientras, en su taller, pasado el sofocón que le diera la visita, el artrópodo sacó los billetes y los contó pacientemente, solo por el placer de hacerlo, pues si hubiera faltado alguno ni soñar con reclamarlo.
Cuando hubo terminado los colocó en la caja fuerte y se fue al lavabo a higienizarse antes de concurrir a la taberna donde normalmente cenaba.
Parado frente al espejo notó la extraña mota amarilla…la miró con detenimiento y observó otra más, y otra…el terror asomó en sus facciones mientras se las frotaba frenéticamente con el agua del grifo…en vano, cuanto más trataba de sacarlas, más crecían…en pocos minutos el hongo lo había cubierto completamente, acabando con su vida.
A varios pársecs de allí el hombre sonreía satisfecho, un limpio trabajo, sin testigos, había sido terminado.
Ahora a esperar que el transporte se hiciera sin altibajos y la pieza llegara a destino, donde la esperaban.
No hay comentarios:
Publicar un comentario