Lampi
Colección: Relatos del
fin del mundo
Un primer copo de nieve cayó sobre el ala de su sombrero,
anunciando silenciosamente el reinicio de la nevada.
Llevaba ya dos horas precipitando con intermitencias, y
amenazaba hacerlo toda la jornada.
-
Que remedio – se dijo ajustándose el poncho para
mitigar en algo el frio y dando animo al zaino para que apure el tranco.
Tras él los otros tres integrantes de la partida le seguían
a corta distancia. Las armas enfundadas en mantas para evitar que se hielen y
fallen en caso de ser necesarias.
Al cabo de otras dos horas, cuando debía ser el mediodía y ya llevaban 4 andando, hicieron
un alto para hacer un fuego y tomar unos mates con galleta.
Encendieron la pequeña fogata al reparo de un gran ñire(1) que ayudaba a disipar el humo
reduciendo el peligro de ser vistos por los prófugos que perseguían.
Pobres desgraciados, esperaban poder encontrarlos antes que fuera
demasiado tarde. No era raro que los infelices, en su vano intento de huir del presidio,
se perdieran durante una nevada, e incapaces de seguir adelante o regresar
terminaran muertos de frio en algún hueco.
Terminada la pitanza, reconfortados con el mate caliente,
siguieron al oeste, esta vez bordeando el canal. La nieve había amainado y el
frio se hacia sentir más.
A poco de andar unas figuras se divisaron junto al mar, por
precaución desenfundaron las armas, pero no las mostraron, pues podían ser yámanas
y era mejor no asustarlos.
Efectivamente, 3 mujeres deambulaban semidesnudas por la
playa, mariscando según su costumbre, mientras unos metros más arriba, al pobre
reparo de unas rocas, 4 hombres se calentaban al calor de un mísero fuego.
Cuando estuvieron junto a ellos les interrogaron sobre los prófugos
que buscaban, pero negaron saber nada de ellos. Resignados les dejaron unas
galletas secas, que tanto apreciaban, y siguieron por la playa hacia los
montes.
Al pasar junto a las mujeres una miro lascivamente al que
llevaba la bolsa de galletas, el soldado, con el acuerdo tácito del sargento, metió
la mano en el morral y le dio una, tratando que los hombres, que los observaban
desde su reparo, no lo vieran. Sin embargo uno de ellos lo noto e
inmediatamente profiriendo un grito se levanto para evitar que las hembras se
quedaran con la preciada galleta, pero (2)
estas fueron más rápidas y se engulleron
hasta la más pequeña miga antes que el macho llegara.
Por precaución los soldados apuraron el paso, lo que menos
necesitaban era una gresca familiar.
- Lampi (negro) -
dijo con temor una de las indias mientras se alejaban
- ¿Lampi? – indagó
el sargento, pero nadie contestó. No tenía sentido insistir.
“Lampi”, la
temerosa palabra quedo flotando en el aire como un presagio. Pero ellos estaban
allí para encontrar a los prófugos no para prestar atención a las supercherías
de una india.
Sin hablar siguieron camino, introduciéndose en el monte,
dejando atrás la playa.
La nieve volvió a caer con más fuerza.
Fue una media hora después cuando lo oyeron por primera vez,
un grito aterrador que rasgó el silencio como una navaja afilada desgaja la
piel.
Automáticamente desfundaron las armas y deteniendo las
cabalgaduras prestaron atención. Unos segundos después un par de estampidos
llegaron de la misma dirección que el grito. A no dudar, algo malo estaba pasando.
Temiendo lo peor espolearon los caballos y se dirigieron hacia el lugar
intuido.
Al trote treparon la pequeña cuesta deteniéndose al llegar a
la sima, desde allí pudieron observar la tragedia en toda su magnitud, la
mancha roja era clara, aunque la copiosa nevada no tardaría en taparla.
El claro era pequeño y no permitía ver mucho más allá del
círculo de sangre. Con cautela descendieron hacia él, prestando atención a las
cercanas ramas bajo cuya espesura algo podía estar acechándolos.
Uno de los soldados fue el primero en dar la alarma, a la
derecha, unos pocos pasos más allá, se veía la punta de un fusil. Con cuidado
se desplegaron rodeando el arma, temiendo lo que pudiera estar tras ella…y lo
que estaba atrás, aunque no era de temer, asustaba.
La culata y el gatillo seguían firmemente asidos por la mano
que los había tomado, pero poco más…el “brazo” terminaba unos palmos más allá,
algo por debajo del codo. Del resto del cuerpo ni rastro.
Sea lo que fuera que hubiese pasado había pasado hacia poco,
pues el caño del arma aun no estaba congelado.
La nieve seguía cayendo con fuerza y no había forma de
seguir rastro alguno, todo era sistemáticamente cubierto por el blanco manto.
Dudaron unos minutos sobre qué hacer, pero no había mucho
que pensar. Flemáticamente tomaron el rifle, que se veía operativo y de nada le
servía a quien fuera su dueño, como tampoco le servía el resto de brazo, que
dejaron a un costado tapándolo con nieve, más por prurito que por utilidad.
La marcha continuo, pero ahora todo el mundo estaba alerta.
Por puro instinto siguieron hacia la frontera, en general todos los prófugos
trataban de alcanzarla, en la vana ilusión de recuperar la libertad tras ella.
Unas ramas rotas, al ingresar de nuevo al monte unos
cincuenta metros más adelante, les dieron un rastro impensado. Prestando
atención bajo unas ramas, que hacían cobijo a la nieve, vieron una mancha de
sangre aun fresca y decidieron seguirlo. Un poco más adelante, enterrada en el
pegajoso barro encontraron una bota.
Era una del presidio, sin dudas su dueño era uno de los
prófugos.
¿Qué podía haber pasado para que su dueño la dejara allí?
Todos sabían que sin calzado estaban condenados, el pie se congelaba y ya no era
posible seguir andando.
Un poco más adelante en otra rama un rastro de tela indicaba
que el pobre desdichado había pasado por allí, sin duda huyendo despavorido,
porque de otro manera no se explicaba la falta de cuidado al andar.
¿Qué podía asustar así a un preso? Todos eran hombres rudos
que precisamente no habían ido a parar al presidio por ser temerosos.
La espesura del bosque no permitía avanzar a caballo, por lo
que desmontaron y siguieron a pie, dejando los animales en el pequeño claro con
uno de los soldados al cuidado, pues el nerviosismo de los mismos hacia
peligroso dejarlos solos.
A duras penas avanzaron entre la hojarasca y las ramas bajas
que dificultaban el paso.
Ya habían perdido de vista los caballos cuando un disparo
sonó a sus espaldas haciéndolos girar en seco, fue ahí que lo vieron, el pobre
hombre, muerto de miedo, acurrucado bajo un tronco caído, con los ojos
desorbitados, los miraba con desesperación.
Uno de ellos se quedo junto al desgraciado, mientras los
otros dos siguieron a la carrera, si esto fuera posible, en auxilio del
compañero de guardia.
Al llegar al claro vieron al soldado parado junto a un
caballo muerto. El pobre animal tenía una fea herida en el vientre.
-
Tuve que sacrificarlo – fue el único comentario
que hizo el guardia.
-
¿Qué pasó? –
El paisano se encogió de hombros en universal gesto de
ignorancia.
-
No sé sargento, estaba mirando para donde
ustedes se habían ido y de pronto este se desplomo despanzurrado – indicando
con ambos brazos hacia donde estaba el infortunado jamelgo.
Un frio de helado les corrió por la nuca, y no por causa de
la nieve. Con las armas amartilladas formaron un círculo, espalda contra
espalda, mirando hacia el bosque.
-
Tenemos que salir de aquí antes que anochezca –
alguien dijo lo obvio
-
Vamos por el preso y salgamos de acá –
No tuvieron que andar mucho, el soldado dejado en custodia
venia con el recluso acuesta.
-
Este no camina, apenas respira. No sé si nos
llega vivo sargento –
-
No sé si nosotros regresamos vivos –
-
¡Guarde silencio recluta! – ordenó el sargento.
Lo peor que les podía pasar era que el miedo los ganara.
Como
pudieron acomodaron al preso en uno de los caballos y apuraron el paso
alejándose del lugar.
Cuando
llegaron a la playa ya era noche. En vano buscaron a los indios con los que se cruzaron
a la ida, ya no estaban, solo los desechos abandonados daban noticia de su
campamento.
Sobre
los rescoldos dejados lograron encender un fuego, que esta vez hicieron tan
grande como pudieron, lo que no fue fácil dada la humedad de la leña.
Esa
noche nadie pego un ojo, el oído atento en vano, tratando de escuchar cualquier
sonido que pudiera llegarles a través de la mortaja nevada.
Al
día siguiente ni bien la luz lo permitió, reanudaron el regreso a Ushuaia,
donde llegaron casi entrada la noche.
--- o ---
-
¿Y qué fue lo que pasó? –
-
¿Cómo saberlo? – respondió el sargento dando una
profunda chupada al mate
-
Nosotros no vimos ni escuchamos nada más y el
pobre Rufino, si es que vio algo, jamás recupero la cordura. Aun hoy, por
piedad alguien le deja una vela encendida cuando cae la noche, porque ni bien
nota que está oscuro empieza a llorar que da pena verlo -
-
Hombre
tan rudo, preso por matar a dos tipos en duelo… –
-
¿Dos duelos? –
-
No, se vatio a duelo al mismo tiempo con dos
gringos de esos que andan como locos tras el oro y los mato a los dos. No pudo
escapar y lo trajeron para acá –
-
¿Qué habrá visto para volverse tan gallina? –
-
El “Lampi”… - aventuró tímidamente un novato que
había estado escuchando la charla.
Todos se miraron y nadie dijo
nada. No había nada que decir, nadie sabía.
© Omar
R. La Rosa
Córdoba
- 29 de Febrero 2020
@ytusarg
(2) bibliografía: Tierra del Fuego – Recuerdos e
impresiones de un viaje al extremo
austral de la Republica – de Jose Manuel Eizaguirre – ed. Zagier & Urruty –
Ushuaia – Tierra del Fuego – Argentina. <<volver
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