El ambiente en el interior de la taberna era entre festivo y serio. Según la mesa que se mirara.
Por ejemplo, al centro del salón, había una mesa de mus donde varios parroquianos pasaban el tiempo entre cruce y cruce de barajas españolas. Por su aspecto eran mineros de las lunas exteriores, gente normalmente tranquila, muy distinta a los parroquianos de la mesa del costado derecho, cerca de la salida de emergencia, unos parroquianos serios, vestidos de negro, de aspecto cadavérico…típico de la hermandad, un grupo de vagabundos interestelares poco recomendables.
Al costado izquierdo, cerca de la escalera que daba a los cuartos superiores, varias damas de distintas especies, conversaban animadamente, dispuestas a prestar auxilio a los parroquianos que pudieran requerirlo.
Mientras en la barra varios parroquianos bebían, conversando, como el grupo de marcianos en tránsito o en silencio, como él humano ese acurrucado en el extremo más alejado y menos iluminado, como si quisiera pasar desapercibido.
La música, alegre y las meseras recorriendo el establecimiento con bandejas repletas de pedidos completaban la escena mientras un octópodo pelado y viejo, con un deslucido delantal, serbia tragos a ocho manos.
O sea, una noche normal en cualquier cantina de la frontera del sistema…hasta que, de pronto, casi sin hacer ruido, como en una exhalación, se abrió la puerta bar que separaba el cálido interior de la fría bahía de desembarco y entro por ella una pequeña figura.
Mediría más o menos un metro y sesenta, de aspecto indefenso y débil, aun bajo el capote con capucha que la cubría de pies a cabeza.
Contrariamente a lo esperable, entro sin titubear, tan solo demoro unos segundos hasta que sus ojos se acostumbraron a la iluminación interior y captaron su objetivo.
Su actitud no paso desapercibida, mágicamente las barajas (y el dinero) desaparecieron de la mesa de mus, en prevención de posibles pérdidas.
Las alegres damas guardaron lapidario silencio, e incluso hubo quien quiso deslizarse fuera del salón, pero no lo hizo, retenida por una compañera y la cara de terror de todas temiendo lo que podía pasar si la figura recién llegada notaba la huida.
Los compañeros de la hermandad se pusieron más serios, si es que eso fuera posible. E incluso los marcianos guardaron silencio y se hicieron a un lado, aunque no supieran de qué iba todo eso.
El octópodo, prudentemente, se escondió tras un mamparo blindado.
Sin pronunciar palabra, sin mirar para ningún lado que no fuera el oscuro final de la barra caminó, pausada y segura, hacia donde el humano permanecía impávido con su trago a medio beber.
Cuando estuvo frente a él dejo caer la capucha, para que no tuviera ningún problema en saber quien lo encaraba, por si eso hiciera falta.
Todos pudieron observar así el blanco transparente de su piel resaltando contra el marco renegrido de su cabello suelto y los pendientes rojo sangre que daban una nota de tétrico color al cuadro que presentaba.
Todos vieron esto, pero solo él pudo ver lo más importante, sus ojos.El silencio reinante se hizo más espeso entre ellos y no se rompió hasta que ella musito, interrogativamente, una sola letra
- ¿Y? –
El hombre respiró hondo y apuró el final del trago. Luego sin decir palabra, la siguió y ambos salieron del bar.
Cuando la pareja se hubo ido volvió la música y cada uno retomo su actividad. Los compañeros de la hermandad recuperaron su adusto semblante, relajando los dedos de los disparadores de sus armas. Los mineros volvieron a la suspendida partida y las damas retornaron a su dialéctica espera de parroquianos que las requirieran.
Solos los marcianos siguieron en estado de “extrañeza” sin atreverse a indagar sobre lo que acababan de vivir.
El octópodo, compadecido, les aclaró indicando hacia la mujer que se había retirado en compañía del humano.
- Albóndiga Triste – como si eso solo fuera suficiente para explicar todo.
Y debía serlo, por lo menos para todos los parroquianos, pero no para los marcianos que siguieron tan en ascuas como antes.
© Omar R. La Rosa
Córdoba – Argentina
20 de mayo de 2021
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