Metano Ruso
(cambio climático 2)
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¡Chicos, adentro! – llamo la “mat'”
-
Pero, mamá, si aun hay luz –
-
Adentro a cenar – y no había más que decir
A regañadientes, como todos los chicos, entraron en la casa.
Cansados de tanto jugar, felices, y molestos por tener que dejar de hacerlo. El
verano parecía haberse adelantado, augurando muchas horas de juegos y no querían
perderse ninguna.
El abuelo, sentado en su silla mecedora junto a la ventana, cerró
el libro y lo dejo a un costado, la mortecina luz ya no alcanzaba para sus
cansados ojos.
Los niños, viendo esto, corrieron a su lado pidiéndole que
les cuente una historia. El anciano, encantado por el pedido simulo algún
disgusto, había que guardar las formas, para luego de un par de “por fis” acceder
a la demanda infantil.
-
Saben que estas tierras no siempre fueron así…- comenzó
su relato, mirando a los chicos, acomodados a sus pies, en almohadones tejidos
por la abuela
-
Hubo una época en que todo el año era verano,
las casas no tenían chimeneas y el bosque era muy distinto, lleno de enormes
plantas, gigantescos animales pastaban en ellos, enormes tigres los cazaban y
enjambres de insectos cubrían los cielos…-
Los niños engancharon inmediatamente con la historia, sus jóvenes
cabecitas trabajaban a “mil por hora” imaginando los fabulosos paisajes que el
abuelo describía, tan extraños para ellos, perdidos en la inmensidad la Siberia
actual
-
Todo era idílico, un paraíso en la Tierra –
sentenció el anciano señalándolos con el dedo –
-
Pero era un lugar prohibido, los elfos, muy
celosos ellos, no querían compartir el lugar con nadie, ni siquiera con el
pequeño Iván, un niño así – y puso la palma de la mano hacia abajo, a una
altura de un metro sobre la alfombra – más o menos del tamaño de ustedes –
-
El pobre Iván había llegado hasta allí huyendo
de los “kolduny”, los brujos malos que asustan a los niños que no se
duermen de noche – pontifico impostando la voz, para acentuar el carácter huraño
de los mismos.
-
El pequeño
Iván, sin saber qué hacer, se les acerco, pero los muy malos lo corrieron con
sus artes mágicas, haciendo brotar el fuego de sus calderos, para quemar al
pobre niño. – todo esto dicho con voz muy gruesa, dando un carácter aun más tétrico
a la narración
-
¿Y qué paso con Iván abuelito? – pregunto compungida
la pequeña Dasha
-
Que Dios, nuestro Señor – y se santiguo al
mencionar el nombre divino – desde su altura vio lo que pasaba y envió a San
Esteban a poner las cosas en su lugar.
Cuando el santo llego y vio lo que pasaba
ordeno a los elfos que cesaran en sus encantos y apagaran sus fuegos o los cubrirá
de hielo eterno para que no quemaran más a nadie –
-
Si, si, y desde entonces el fuego de los elfos está
enterrado bajo el suelo de la tundra esperando que la maldad de los hombres lo
libere para cobrar venganza – completó el hombre que acababa de entrar en la
casa, mientras se quitaba el abrigo.
-
Papa, papito – los niños se abalanzaron sobre él
saludándolo
-
Papá, no les llenes más la cabeza a los chicos
con esas supersticiones –
-
No son supersticiones, es tradición, mi abuelo
me lo contó a mí, y a él se lo contó el suyo, hay que repetirlo lo para que no
se olvide, no vaya a ser que el fuego sea liberado –
Todos rieron y fueron cenar, no
fuera cosa que la madre se enojara, eso sí era una amenaza real.
Luego de la cena el padre tomo
sus cigarrillos y salió a fumar al patio, le tenían prohibido hacerlo en la
casa
Camino unos pasos alejándose de
la cabaña, y se adentro entre los primeros pinos, que, debido a lo benigno de
la estación estaban llenos de brotes verdes.
Los miro preocupado, eso no era
normal, recordaba que cuando niño a esa altura del años aun pendían los carámbanos
de las ramas
Siguió alejándose un poco más,
hundiendo los tacos de las botas en el blando suelo, que se había puesto como
esponja, lejos de su dureza habitual. Esto se tornaba incomodo al caminar.
Cuando llego al pequeño claro
respiro profundo, pero frunció la nariz, últimamente un olor como a plantas
podridas parecía inundar el lugar, era un olor molesto, como si toda la tundra estuviera
descomponiéndose. Pero se soportaba.
Resignado saco un fósforo de la
caja, encendió el cigarrillo que tenia entre los labios y lo arrojo displicentemente
al suelo.
Desde la casa escucharon la sorda
explosión, asustados salieron al patio a ver qué pasaba, allí no más, a menos
de 50 metros, la tierra ardía, se había desatado un incendio
-
¡Nikolai Petrov! – llamó la madre
alarmada, buscando al padre
-
¿Dónde se habrá metido este hombre, nunca esta
cuando se lo necesita? –
-
Vamos, vamos, no se queden ahí mirando, hay que
apagar ese fuego – ordenó haciéndose cargo de la situación, ya arreglaría después
con su marido.
Omar R. La Rosa
Córdoba - Argentina
30 Noviembre 2019
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