Madrid, fines de Marzo de 1939. Los proyectiles silban con igual sonido, sin importar quién los dispara y, si te alcanzan, te matan igual. Las balas tienen eso, no preguntan de qué bando eres antes de pasar.
Por alguna razón, que no venia al caso recordar, se había quedado sola y estaba atontada, caminado sin destino cierto, mientras hombres con y sin uniforme corrían de aquí para allí gatillándose sus armas unos a otros.
Así como andaba era imposible que no cayera, y cayó, por suerte para ella alcanzada por cascote que le dio de lleno en el costado, tirándola tras unos escombros donde él hombre la encontró.
Al verla él se quedo mirándola unos segundos, como preguntándose si estaba viva.
Una suave queja escapada de labios de Irene torció la decisión del hombre y, quizás, salvó su vida.
El oficial entonces la tomó entre sus brazos y, a paso firme, la llevó hasta el hospital.
Cuando Irene despertó él estaba a su lado. Ella se sobresalto al ver donde estaba y quiso huir.
- No, no, estas muy golpeada – la retuvo él.
- Pero, yo no debo estar aquí – se desespero ella.
- ¿Por qué?¿Eres roja? – la sola pregunta sonaba a sentencia
- No, no, nada de eso – balbuceó nerviosa, no podía explicarle que era agente del ministerio del tiempo y temía que, en ese momento, la tomaran por republicana.
- Tranquila, no digas nada y estará todo bien – le sonrió él y, sin saber porque, ella se tranquilizo.
- ¿Qué me ha pasado? – preguntó tomándose la cabeza luego de una breve pausa.
- No sé, te encontré tirada en la calle y, como todavía te quejabas, te traje hasta el hospital –
- ¿Hace cuanto que estoy aquí? – quiso saber, preocupada por la puerta que debía alcanzar.
- Um…, hace unas diez horas más o menos – dijo él luego de consultar su reloj para concluir, indicando la ventana
- Ya ha salido el sol –
- ¿Has pasado la noche aquí? – preguntó enternecida al ver el aspecto cansado el hombre, mientras le tomaba la mano.
- Bueno, alguien tenía que cuidarte y yo podía hacerlo – contestó afablemente, seguro de lo que decía.
- Gracias – y sonrió Irene.
Él le devolvió la sonrisa y, soltándole la mano le dijo.
- Descansa. Dijo el doctor que no tienes nada grave te irás pronto, las camas no sobran. –
- ¿Te vas? –
- Tengo que presentarme al cuartel – aclaró mientras se incorporaba.
La frase le cayó como un balde de agua fría, fue recién ahí que noto los galones en la manga de la chaqueta.
- ¿Quién eres? –
- Carlos – fue la lacónica respuesta.
- Carlos, ¿solo eso? – en silencio él asintió.
- ¿Te volveré a ver? -
- Si Dios quiere y tú lo deseas, nos volveremos a juntar – y, agachándose sobre su mejilla le dio un beso tan tierno y candoroso como hacía años no recordaba haber recibido.
El corazón le latió con fuerza y, sin saber bien porque, le siguió con la vista hasta que desapareció tras la puerta de la sala del internado.
- Te debo una – murmuró casi en un suspiro.
Ese mismo día le dieron el alta y pudo alcanzar la puerta antes de que se cerrara.
Cuando él regreso, a la tarde, con unas pobres flores sacadas baya a saber de qué jardín que por milagro las tuviera, encontró solo una cama vacía.
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- ¿A dónde vas mujer? – quiso saber Pacino al ver a Irene, guapamente vestida, encarar una puerta que daba al Madrid del 39.
- Tengo una deuda que pagar - y esbozó una sonrisa
- Eres insaciable, ¿Quién es la afortunada? – preguntó pícaro
- Si se puede saber, digo -
- Carlos –
- ¿Carla?, vaya, vaya – rio él y ella no se molesto en aclarar la confusión, como toda respuesta retruco.
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