El Extraño Viaje de don Pedro Perez
Índice:
A modo de prologo:
“Dos partículas que, en algún
momento estuvieron unidas, siguen estando de alguna manera interrelacionadas,
sin importar la distancia que las separe.
Aunque se hallen en extremos
opuestos del universo la conexión entre ellas es instantánea”.
Paul Dirac, (premio nobel de física 1933) entrelazamiento cuántico o conexión cuántica.
(d + m) Y = 0
Nota:
Sin
ser fundamentales en el presente relato, se mencionan en este libro personajes
y hechos relacionados con otras historias del escribiente. Las ecuaciones de
Perez se plantean en Oscillantis Via. El profesor Marcos Álvarez y la espía
Clementina “Sofía” González se presentan en Operación Reloj
El
escribiente
El extraño Viaje de Don Pedro
Pérez
(Córdoba de la Nueva Andalucía,
1610)
-
Rápido
padre Miguel, ¡padre Miguel! –
-
¿A que
tanto alboroto Luis? -
-
¡Venga,
venga que Don Pedro está recuperando la conciencia!! –
Sin hacerse repetir la
noticia el padre Miguel cerró el breviario que estaba leyendo, tomo la
vasijilla con agua bendita y salió corriendo tras el muchacho que había llegado
con la nueva.
En el cielo el sol había
iniciado ya su curva descendiente, por lo que el padre Miguel calculó que Don Pedro
había pasado casi 72 hs inconsciente. Era un verdadero milagro que estuviera regresando a la vida. Nadie
podía decir a ciencia cierta que le había pasado. En su cuerpo no había rastros
de golpes ni lastimaduras, ni se sabía que hubiese hecho algún exceso o
consumido algo que le hubiera podido meter en ese transe, por lo que entre la
gente del pueblo se hablaba, sin mucha duda, de un embrujo.
Se sabia que Don Pedro había
estado frecuentando las tolderías de los comechingones en busca de un indio que
decía haberse cruzado con un grupo de guerreros de una tribu, que él no
conocía, que iban vestidos de forma muy extraña y que hablaban una lengua
similar a la de los cristianos, aunque con palabras tan extrañas que no los
había podido entender.
-
Seguro
que son súbditos de la Ciudad de los Cesares –
Había
dicho don Pedro a unos amigos, pero ya nadie creía seriamente en esa leyenda,
por lo que el comentario no despertó mayor interés. Ya todos sabían que muchas
veces los indios se aprovechaban de la codicia de algunos españoles para,
tentándolos con este tipo de cuentos, hacerlos partir lejos de sus tierras.
Sin embargo era posible que la
idea haya quedado dando vueltas en la mente de don Pedro, hijo segundón de una
importante familia extremeña que, empobrecido por las leyes de mayorazgo, había
decidido, como tantos otros, pasar a las Américas en busca de fortuna, luego de
una accidentada estadía en el norte de África.
Así pues la mañana que
desapareció, aproximadamente 2 meses atrás, todo el mundo supuso que había partido a lomos
de su caballo, el “pescuezo” famoso animal que le pertenecía, hacia las sierras con el propósito de
encontrar la fortuna de una ciudad que ya había hecho desparecer a miles de
valientes en la inmensidad de estas tierras del fin del mundo.
No se volvió a tener noticias
de él hasta hacia ya tres días, en que reapareció, inconsciente, abrazado al
cuello de su caballo.
Con mucho esfuerzo Pedro Perez
abrió los ojos, la cabeza le dolía tremendamente y sentía el cuerpo como si le
hubiesen dado una tunda de palos.
Poco a poco tomo conciencia
del lugar donde estaba, el familiar aroma a lavandas de las sabanas, la
penumbra de la habitación y el inconfundible sonido de las campanas le hicieron
comprender que, al fin, estaba de regreso en su casa, que esa parte de la
aventura había concluido y que podía tomarse un descanso. Volvió a serrar los
ojos, pero esta vez para dormir.
Cuando el padre Miguel llego,
hacia unos instantes que se había despertado y, con gran esfuerzo, había
comenzado a tomar una sopa que le había alcanzado una de las criadas, luego de
sentarse en la cama.
-
Pedro,
hijo, que gusto de tenerte con nosotros nuevamente -
-
Padre....
que increíble...- dijo mientras, extendiendo la mano, le tomaba el brazo.
-
No me va
a creer lo que he vivido estos últimos años. Por Dios, si hasta pensé que nunca os volvería a ver. -
-
Nosotros
también temimos por ti, has estado desaparecido como tres meses y ya no
sabíamos que pensar. -
-
¿Tres
meses?.- Repitió Pedro extrañado, como si hablara con alguien que no esta en su
sano juicio.
-
Tres
meses. - repitió el padre Miguel, mientras sus ojos se encontraban con los de Pedro
y advertía ese envejecimiento de la mirada que llega tan solo con los años y la experiencia de muchos días vividos,
aunque el resto del rostro no dijese lo mismo.
-
Tres
meses... la frase se mantuvo flotando en el aire mientras ambos tomaban
conciencia de que algo no andaba bien.
-
Bueno
hijo – Dijo el padre Miguel en su característico tono conciliador.
-
Come,
come y descansa, ya habrá tiempo de que cuentes tus aventuras, que sin duda
serán varias e interesantes. De momento demos gracias a Dios que te tenemos de
vuelta con nosotros. -
Y, apartándose del costado de
la cama hizo una seña a los demás para que lo acompañaran fuera de la habitación,
de modo que Pedro quedo solo con la criada que lo atendía, terminó su comida y
se volvió a dormir.
-
¿Pasa
algo padre?. -
-
Ya
veremos Luis, ya veremos – Fue la enigmática respuesta.
En el oeste el sol ocultaba
sus últimas luces tras las sierras, mientras en la torre de la Iglesia Mayor
las campanas llamaban a la oración.
Al día siguiente amaneció
lloviendo. Lo que, si bien era una bendición, pues indicaba que por fin
terminaba la temporada de seca, también
era un toque de alarma pues había que estar atento a las crecientes del río, y
sobre todo de la cañada, ese arroyo voluble que solía desbordarse en
situaciones como aquellas, generando infinidad de problemas.
Efectivamente, a medio día no
solo que seguía lloviendo si no que la cañada ya traía tanta agua que había
empezado a salirse de madre.
El padre Miguel, junto con
varias autoridades más, habían abandonado el cabildo y se habían dirigido a las
márgenes más cercanas, donde con varios
sacos de tierra a modo de muro de contención se trataba de controlar la
crecida, para ver como evolucionaba la situación.
Allí se encontraron con don Pedro,
que abandonando su reposo, había concurrido a ver el espectáculo.
-
Buenos
días Don Pedro, ¿Cómo se encuentra hoy?. –
-
Mucho
mejor padre. Creo que ya estoy completamente repuesto. No hay como las sopas de
Doña Juana para reponer fuerzas. - concluyó sonriente.
-
Dime Pedro
- le consultó el vicario, tomándolo del brazo y apartándolo discretamente
-
¿Dónde
has estado todo este tiempo? –
-
Lejos,
muy lejos y a la vez tan cerca que casi se podría decir que durante una gran
parte de mi viaje no me he movido de aquí – Dijo don Pedro mientras su mirada
se perdía en el caudaloso cause de la cañada.
El padre Miguel quedó muy intrigado
ante semejante respuesta. Como intuyo que la cosa era grave se animó a
preguntarle en que pensaba en aquellos momentos en que su alma parecía estar a
una eternidad de su cuerpo.
-
Pienso en
este río, Padre, en este río que normalmente se puede cruzar sin mojarse los
pies y que ahora esta tan crecido que podría llevarse un galeón, si hubiera
alguno por aquí. Sabe, en donde he estado este río ha sido dominado por los
lugareños. Lo han puesto en un canal a cal y canto, de modo que ya no se
desborda más y se ha transformado en un hermoso paseo….-
-
¿La
cañada hecha un paseo? Hay que tener imaginación para eso -
-
Pues la
hemos tenido, Padre. No nosotros, si no los que nos seguirán –
A cada palabra el cura se ponía
más inquieto, aquello iba tomando un cariz que seria mejor no se hiciera
publico, menos con el inquisidor real dando vueltas.
-
Padre,
si no fuera que lo que debo hacer es muy grabe le pediría confesión, pero no
puedo cargarle a usted con esto, pues no se si no le será necesario compartir
el secreto, en fin, como sea, es importantísimo que por lo menos de momento no
le comente a nadie lo que tengo que contarle. –
-
Cuéntame,
me parece que tu historia será de lo más interesante. - afirmó Miguel,
entendiendo que, aunque no quisiera, iba a formar parte de aquel misterio. Él
le había prometido a don Rodrigo Pérez, padre de Pedro, cuidar de su hijo en
cuanto le fuera posible, así que ambos se alejaron conversando río arriba,
lejos de la indiscreta presencia de los demás vecinos.
Comenzó
así el relato de la portentosa aventura de don Pedro Pérez, natural de
Extremadura, vecino de Córdoba de la Nueva Andalucía en aquel año de Nuestro Señor
Jesucristo de 1610, decimo segundo año del reinado del excelentísimo señor don
Felipe III.
-
Mi viaje comenzó aquella
mañana de Junio en que, después de la helada, se me ocurrió ir hasta el río
Primero a ver cómo estaban los caballos. – relató Pedro
-
Al
llegar a los corrales vi que el zaino no estaba y, siguiendo sus huellas, fui
adentrándome hacia las sierras, bordeando el río. Lo encontré al llegar a la
isla que esta a un par de leguas al oeste de aquí, estaba pastando
tranquilamente y, como no se veía a nadie cerca me fui a buscarlo, pero cuando
estaba por agarrarlo lo vi.
El
hombre estaba allí, en cuclillas, junto al río, como si estuviera viendo algo.
Al
principio pensé que seria algún indio que había venido a cuatrerear así que
desenvaine mi espada y me le acerqué con cuidado. Pero cuando llegue hasta él
note que no era ningún natural, si no una mujer que bien parecía una de los
nuestras, aunque estaba vestida como hombre y de forma muy extraña, de alguna
manera me recordó a los mamelucos, esos esclavos infieles que sirven al sultán,
pues tenía unos pantalones angostos como los que usan esas gentes, con una
camisa de magas largas a cuadros, como si fuera escocés, y unos zapatos como
jamás vi en mi vida, algo así como dicen que son los mocasines que usan los
indios de Norteamérica, pero cerrados con cordones y de un material extraño con
unas suelas rarísimas que casi no hacían ruido al caminar.
Cuando la mujer me vio se
sorprendió y, asustada, empezó a mirar para todos lados como buscando ayuda. Yo
me percate del gesto, manteniéndome en guardia entre a mirar para todos lados a
ver si veía a quien pudiera ayudarla, pero no vi a nadie.
En este descuido ella
aprovecho y cruzó con rapidez el río, subiendo por la barranca norte, hacia el
monte. Yo la seguí sin pensarlo dos veces, y en dos zancadas estuve en la
orilla. Corriendo tras ella subí la
cuesta, pero al llegar a la sima me encontré con algo extraño, había allí como
un camino, que hoy no existe, cubierto con una sustancia de color negro, dura y
firme, como si fueran lozas volcánicas, pero sin junta visible alguna. -
Aseveró
mirando al padre Miguel por primera vez desde que comenzara a hablar, luego
continuó el relato.
-
Como la
mujer había desaparecido decidí dar media vuelta para buscar el caballo y
volver a la ciudad, pero cuando lo hice me quede helado por lo que vi.
No había
allí nada que yo conociera, el río y la isla parecían los mismos, pero no lo
eran, ya no estaban los pajonales, las orillas de la isla tenían defensas de
piedra, había un puente que la unía a la orilla sur y algo así como un faro en
la punta oeste. El río mismo había cambiado, en la orilla sur se veía una
calzada similar a la de la orilla norte y tras ella una construcción extraña,
parecida a un caldero de bruja gigante, con torres de lo más extrañas, finas
como los alminares de los infieles y con cables que se unían a ellas sin
finalidad imaginable, que echaba
abundantes nubes de humo blanco por lo que parecían chimeneas y hacían un ruido
fuerte y poderoso, como mil enjambres de abejas. –
-
Válgame
Dios - murmuro el cura mientras se santiguaba.
-
Me
encontraba paralizado - Continuó relatando Pedro - sin saber que hacer, cuando
de pronto, tras de mi reapareció la mujer, acompañada por tres hombres,
vestidos igual de extraño, todos me miraban y señalaban mientras hablaban entre
ellos. Con gran resolución levante mi espada y tome el crucifijo con firmeza,
dispuesto a vender cara mi alma a aquellos diablos, que es lo que me parecieron en ese momento padre, que
venían con la que, a esas alturas, yo creía era la bruja que me había llevado
hasta allí con su magia. -
Hizo una pausa para tomar
aire y evitar un charco que se interponía en el camino, para luego continuar.
-
Antes
que pudiera hacer nada, cuatro hombres más aparecieron en apoyo de los otros.
Una pelea en esas condiciones dejaba de ser heroica para convertirse en
estúpida, pensé entonces que lo mejor sería huir. Encare el río y salte.
Cuando
llegue al agua el paisaje había vuelto a cambiar, otra vez el río era el río y
la isla la isla. Ahí estaba el “pescuezo” pastando y el mal llevado mestizo ese,
el Jacinto, el sanavirón (1) que se las da de brujo, que me miraba
con su boca desdentada abierta en una mueca que podía significar cualquier
cosa, mientras sus ojos se reían a todas vistas.
-
Salu
señor – me saludó el desgraciado en ese dialecto de palabras sin terminar que
chapucean cuando tratan de hablar nuestra lengua.
-
¿Qué
haces tú aquí? – le interrogue, más por oír mi voz que porque me interesara
nada del zaparrastroso ese.
-
Io vivo
acá – me contestó con desparpajo mientras indicaba la tapera que tenia tras los
yuyales, cerca del agua. Y se me quedó mirando como esperando le contara algo y, como no le dijera nada, me pregunto
-
¿Su
ecelencia encontró la ciuda de lo Cesare?-
La
pregunta me intrigó muchísimo, pero decidí ignorarlo, así que, sin decir más,
me acerque al caballo, tomándolo por el cuello le puse un lazo y comencé a
traérmelo de vuelta.
Cruce el
río y comencé a trepar la margen sur, sin dejar de mirar cada tanto hacia la
isla donde Jacinto seguía parado con su vista fija en mi. Fue así que no
advertí, hasta que llegue arriba, que otra vez el río había vuelto a cambiar.
Esta vez
era todo un caos, había allí muchísima gente, casi todos ataviados con casacas
color celeste (2). Algunos llevaban banderas, otros
hacían sonar redoblantes y otros se esforzaban por arrancar roncos sonidos de
unas que parecían trompetas, pero de lo más extrañas, también de color celeste.
Por ultimo había muchos con pinturas de guerra en sus caras y unas expresiones
de lo más hurañas, que, de no haber sido yo hombre de guerra con muchas
batallas en cima, hubiese sufrido de verdadero terror ante aquellos guerreros.
Era
obvio, como digo, que todas aquellas huestes se preparaban para la guerra,
pues, no solo estaban ataviadas como os he contado, si no que proferían feroces
gritos y entonaban cantos y marchas que hacían referencia a lo que le harían a
los contrarios, y que yo no repito aquí por no ser palabras aptas para los
oídos de los hombres de Dios. –
La
chanza no agrado mucho al padre Miguel, pues era universal su fama y por todos
conocido el “florido” lenguaje que solía utilizar cuando se enojaba, a tal
punto que los soldados solían ir a consultarlo cuando salían de expedición. Por
si era necesario, al entrar en batalla, contar con los últimos adelantos de la
prosa del insulto.
-
Sin
embargo, - continuó - también era obvio que aquella mesnada no tenia orden ni
capitán que la dirigiera, pues, más allá de los esfuerzos que algunos, que
parecían sargentos, intentaban hacer para poner orden a los cánticos, no se
veía a nadie que los condujera.
De
pronto vi, a unos 50 metros de donde yo estaba, a un principal de a caballo, y
me dirigí hacia él por saber de que se trataba aquello. Pues tantos hombres, e
incluso algunas mujeres y niños, seguro estarían por hacer algo grande.
Al pasar
junto a un soldado de cabellos negros enrulados un niño reparo en mí y le dijo.
– Papá, papá, ¡míralo al Jerónimo!(3)– en una
evidente chanza que no alcancé a comprender. Ambos se rieron de mí, así como
todos los que, habiendo escuchado al niño, se daban vuelta para mirarme. ¡Tamaña
insolencia no la iba a dejar yo en balde! Así que arremetí contra aquella
chusma para dispersarla. Pero no llegue a dar ni siquiera dos pasos cuando el
de a caballo se interpuso en mi camino evitando que diera su justo castigo a
aquellos bellacos. Sin embargo, lejos de agradecer a su jefe el que me
detuviera, los bestias comenzaron a insultarlo y a arrojarle todo tipo de
proyectiles, como tomates y naranjas podridos, de las cuales llevaban grandes
cantidades, no se bien con que fines, hasta piedras arrancadas del pavimento o
de las tapias de los alrededores.
El de a
caballo, no se amedrento y avanzando con el animal encaró la turba, mientras
otros compañeros se acercaban en su ayuda. Yo monte en el zaino, y, aunque sin
aperos, no dude en acudir en ayuda del caballero. Pero el muy sotreta, en ves
de agradecerme el gesto, me encaró y me ordenó que desmontara y le entregara mi
espada. No entendí nada, pero, viendo llegar a sus compañeros si comprendí que
no era bien venido, así que azuzando el caballo salí de allí lo más rápido que
pude. En mi huida me pareció ver entre la multitud la cara del Jacinto, apoyado
contra un poste para no caerse de la risa. De no haberme encontrado en trance
tan arriesgado habría vuelto a dar cuentas de él -
Hizo una pausa para recobrar
el aliento, pues el solo recuerdo de lo sucedido había bastado para acelerar su
pulso. Luego continúo.
-
Como
decía, salí de allí a todo galope, pero sin dirección fija, pues no tenía ni
idea de adonde me encontraba. Creo que tome rumbo al sur, abriéndome paso entre
toda esa chusma ataviada de celeste, que, en esta parte se dirigía hacia el río,
como si en algún lugar de por ahí cerca se estuvieran reuniendo todos. Cabalgue
unas trescientas / trescientas cincuenta varas (unos trescientos cincuenta /
cuatrocientos metros) y de pronto desemboque en una avenida en la que vi
aparecer por primera vez esos carros sin caballos que casi me matan.-
-
¿Qué? ¿carros
sin caballos? – Dijo el padre Miguel, más por no quedarse callado que porque
tuviera algo que decir – Serian jinrikisha, como los de Cipango –
-
¿Cipango?,
¿cuando ha estado usted allí?-
-
No yo
no, sabes bien hijo que Gracias a Dios, aunque he viajado mucho, nunca he
salido de los dominios de su majestad, que bien grandes son para que haga falta
salir de ellos. Solo repetía lo que han comentado otros hermanos de la orden
que si han estado allí.-
-
Si, dicen
que allí hay muchas maravillas, pero seguro que ninguna como las que vi, es
más, dudo que esos pueblos, que se dice han sido muy avanzados en otras épocas,
puedan algún día hacer algo siquiera parecido a lo que os estoy contando.-
Sentencio erróneamente.
-
Bien,
como os contaba, esa avenida estaba atestada de carros sin caballos, ni hombre
o bestia alguna que tirara de ellos, si no que tenían en su interior algún
artilugio que los movía, con muchísimo ruido, a toda velocidad por la avenida.
Eran muchísimos, y todos, a más del ruido que ya os he dicho, al pasar junto a
mi hacían sonar algo así como una trompeta, pero fortísima, a la vez que
quienes los conducían se dirigían a mi con gestos e insultos. ¡Que gentes tan brutas!,
si no hubieran sido tantas…. Pero que iba a hacer, el pobre caballo se asustó y
salió corriendo despavorido hacia las sierras, generando un caos entre los
conductores de aquellos vehículos, que ya a estas alturas habían empezado a
chocarse entre ellos, lo que aparto un poco su atención de mi, dándome un
respiro.
-
Cabalgue
así varias leguas, o eso me pareció a mi, por aquella avenida que en la que, en
cada esquina había un cartel con el nombre de Colón. Qué tenían que ver
aquellas gentes con el gran almirante como para poner su nombre en todas las
esquinas fue algo que tarde bastante en comprender.
-
¿Que has
averiguado? – Volvió a terciar el padre
-
Algo tan
inverosímil como lo que os seguiré contando. Os decía que el caballo había
salido corriendo hacia las sierras, y habíamos hecho por lo menos una legua
cuando, de pronto, escuche que una voz conocida me gritaba. -
Notas:
(1)
Etnia local de las sierras de
Córdoba, a la llegada de los españoles <<
(2) Color de la casaca del club Atlético Belgrano, que tiene su estadio
cerca de la mencionada isla, en el barrio Clínicas de la ciudad de Córdoba <<
(3)
En referencia a Jerónimo Luis
de Cabrera que, aparte de fundador de la ciudad, se ha transformado en un
personaje de la ciudad. Hasta hubo caricaturas con su figura. <<